Dedicado con afecto a Lupita Jones, acepto mi derrota.
“La vieja de hoy es un monstruo alimentado por la televisión vespertina, y me temo que es poco lo que podemos hacer para salvar a nuestros hijos de su cercanía.”
- Hernán Casciari (La frente alta, la frente tersa)
Hubo un tiempo cuando los hombres lapidábamos a nuestras madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas por practicar el adulterio, es decir, con justicia y buen tino machacábamos a pedradas y/o estampábamos una letra escarlata con un hierro al rojo vivo en el seno de esas brujas casquivanas que nos seducían (inocentes de nosotros) hasta caer en el pecado de la carne.
Hubo un tiempo cuando los hombres achicharrábamos en la hoguera a nuestras madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas por practicar supuestas artes diabólicas, es decir, por andar mostrando la pantorrilla o el antebrazo en la vía pública a nuestros respetables congéneres del clero, política y otros oficios desinteresados y celestiales.
Hubo un tiempo cuando los hombres no le permitíamos a nuestras madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas ir a las urnas a elegir a los futuros mandatarios del país porque las considerábamos unas retrasadas mentales.
Hubo un tiempo, perdón, en estos tiempos, existen hombres en África y el Medio Oriente (donde la ley lo permite) que le amputan el clítoris a sus madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas pues creen son seres inferiores (por debajo incluso que las perras de la calle) que no tienen derecho a sentir placer.
Salvo por los casos de mutilación genital (y otras muchas atrocidades), podemos afirmar que hoy día vivimos en una sociedad civilizada y de igualdad, esto gracias a valientes, aguerridas e inteligentes mujeres que a través de la historia de la humanidad dejaron la piel en el camino para abrirnos los ojos (tanto a mujeres como a hombres) al hecho de que ellas debían tener los mismos derechos que los hombres, es decir, a ser tratadas como seres humanos, lo que les otorgaba (entre otras muchas cosas) la libertad de ir a votar, trabajar fuera de casa, coquetear, vestirse a placer y acostarse con los hombres y/o mujeres que mejor les salieran de los ovarios sin miedo a que sus vidas corrieran peligro por hacerlo.
Todo esto fue lo que en realidad quise decirle a mi hermana en un escrito que publiqué hace 15 días en mi blog personal y en otros medios de comunicación. Escrito que, tonto de mí, creí sería interpretado como la muestra más grande de amor hacia la mujer que más quiero en el mundo. Una declaración rendida e incondicional de afecto que pudiera hacerle notar que una mujer bajo ningún concepto, y menos de manera voluntaria, debe renunciar a su calidad de ser humano pensante para retroceder a los tiempos de tinieblas donde se les veía como simples objetos cuyo único valor eran sus curvas y no su cerebro. Naturalmente, como es de esperarse en un perdedor desempleado como yo, fracasé en mi intento al seleccionar las palabras adecuadas.
-Acaba de hablar furioso tu hermano –me dice mamá por celular-. Me dijo que un amigo suyo acaba de ver publicado en Internet una cosa horrible que escribiste de tu hermanita –mamá guarda silencio, me parece escucharla sollozar-. ¿Qué escribiste ahora, hijito?
-Nada –miento.
-Tu hermano tiene ganas de golpearte… –mamá hace una pausa para sorberse los mocos-. Dice que hiciste del dominio público que tu hermanita era bulímica y que se operó la panza.
-Sí, eso escribí –digo sorprendido-, pero no era mi intención que…
-¡Dios mío! ¡No te das cuenta de que le pueden quitar su corona! –mamá estalla en llanto y no entiendo ni una sola palabra de las que balbucea.
En mi bandeja de entrada una retahíla de mails. Sospecho lo peor. Los leo uno a uno. Salvo excepciones, la mayoría de ellos me conminan a rectificar, a escribir una carta donde pida disculpas públicas, y de ser posible, a decir que no soy más el hermano de la soberana de la belleza de México.
Cinco primas (salvo a una, las aborrezco a todas; que quede dicho) escriben que soy un sinvergüenza, un poco hombre y un escritor sin talento. Catorce tías y doce amigas de mamá aseguran que soy una deshonra para la familia por ventilar secretos familiares, que la ropa sucia debe lavarse en casa. Dieciocho amigas mías y cuarenta y cuatro de mi hermana dicen que soy un envidioso, que las cirugías plásticas son una bendición. Treinta y seis mujeres que no conozco redactan inflamados insultos irreproducibles, diciendo que no tengo perdón de Dios por haber afirmado que mi hermana carece de alma tan solo por querer pegarse las orejas y ponerse tetas de plástico, y que si las mujeres están traumadas por su aspecto físico es por culpa de gente como yo, hombres de vientres voluminosos que exigimos esos estándares de belleza a mujeres que desde luego nunca tendremos en nuestros brazos. Dos ex novias, una de Campeche y otra de Mérida, coinciden finalmente en algo: “Ro, no quiero volver a saber de ti”. Y para no ir tan lejos, mi propia chica me escribe lo siguiente: “Eres un fanático, radical y moralista. Te advierto que apenas junte el dinero que me falta (el supuesto dinero que te pagarán por tu novela maravillosa) me voy a operar las nalgas como Ninel Conde”.
Asustado, releí el escrito publicado. Incluso P, mi corrector de estilo, lo releyó diez veces seguidas para encontrar el porqué de tan encarnizadas injurias a raíz de un texto que sólo buscaba hacer entrar en razón a mi hermana; de que revalorara su situación y se diera cuenta de que es la mujer más hermosa del mundo sin tener que ser tasajeada como una res en la plancha metálica de un hospital, y ambos, luego de afanosas y repetitivas lecturas, llegamos a la siguiente conclusión, con el perdón de las mujeres que tienen más de dos neuronas en la cabeza: la culpa es de ustedes, mujeres.
Sospechamos que David Beckham no amenaza con lapidar o quemar en la chimenea de su mansión a Victoria si no luce como un cadáver ambulante cada que van a salir a la calle. También sospechamos que tampoco somos los hombres barrigones los que le exigimos a las mujeres cada que hay alguna boda o evento especial desangrarse los pies por usar zapatos que no le entrarían en una pata a un perro Chihuahua, como tampoco somos los hombres orgullosos de los genitales que nos campanean entre las piernas quienes dictamos la rocambolesca moda que deben vestir las modelos (mujeres que parecen recién rescatadas de un campo de concentración nazi) que aparecen en las pasarelas europeas y revistas de moda. Tampoco somos nosotros quienes nos sentamos a ver las telenovelas donde incluso las abuelitas de las cándidas protagonistas son señoras con cabellos fosforescentes, los rostros de plastilina y las tetas como sandías de goma. Y mucho menos somos los hombres quienes orquestamos campañas publicitarias que le dicen a las mujeres que deben “elegir estar bien consigo mismas”, cuyas voceras curiosamente resultan ser mujeres de pechos operados, cocainómanas, anoréxicas, etcétera.
Hoy jueves, en unas pocas horas, a las 10 a .m. en punto, mi hermana entrará al quirófano porque una mujer musculosa e insatisfecha consigo misma (al igual que todas esas amigas, primas, tías y mujeres anónimas que ven con muy buenos ojos ser un plasticote) la convenció de que todo el esfuerzo hecho por mujeres valientes, aguerridas e inteligentes por darle al sexo femenino el lugar que se merece en la sociedad de nada vale, pues en este mundo tan moderno y tan fashion sólo hay que ampararse en el más vil, vulgar y corriente de todos los dichos populares: jalan más un par de tetas que cien carretas.
Por lo anterior, disculparán mi aventurada sospecha, pero presiento que detrás de la mano masculina que en tiempos oscuros prendió fuego a la hoguera usada para imprimir hierros incandescentes sobre la carne humana, que arrojó piedras filosas y letales, que cerró bajo llave las rejas de cárceles y conventos, estaban ustedes, conspiradores, envidiosos e insatisfechos seres de cabellos largos e ideas cortas, deleitándose en señalar con el dedo acusador a sus propias madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas que decidieron ir en contracorriente a ustedes, mujeres.