viernes, 27 de marzo de 2009

A pesar de todo


“Si busco en mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna.”
- Antoine de Saint-Exupery
             

Desde que me mudé a vivir a Campeche, algunos piensan que de lo que más me he quejado (no lo puedo evitar, quejarme es en mí tan esencial como el aire que respiro) es de los políticos, pero la verdad, es que no es así. Meras calumnias. Mis más allegadas amistades pueden dar fe y legalidad que los cines Hollywood son los principales culpables de mis berrinches; mismos cines de los que esta semana en diferentes medios de comunicación locales se ha anunciado serán demolidos para darle paso a una de esas tiendotas departamentales con nombre en inglés. Más allá de que la ciudad se quede sin sus únicas salas de cine (no me podría importar menos, o eso creía) lo que en verdad me irrita es el ver perdido un blanco seguro para descargar mis más feroces reclamos.

Además de todo lo que describió tan magistralmente en su escrito No hay permanencia voluntaria mi colega de página Eduardo Huchín, tengo el atrevimiento de sumar una breve lista de personajes y situaciones que en toda visita a los cines Hollywood nos acompañan como Virgilio a Dante en ese Infierno lleno de círculos y semicírculos infernales por los que todo espectador campechano tiene que atravesar antes de poder ver una película que perfectamente podrían disfrutar en la comodidad de su hogar, porque en Campeche las películas de “estreno” llegan antes a los videoclubes (no piratas) que al cine.

1) El eterno y estoico hombre ciego. Desde que se inauguraron los cines, este personaje pide limosna en la entrada, y por algunos minutos me hace dejar de maldecir a mi abuelo por ser yo el único de sus nietos al que le heredó la miopía y el astigmatismo, y formularme la siguiente interrogante: ¿por voluntad propia pedirá el ciego que lo lleven todos los días a un cine para hacernos sentir culpables a los que podemos ver o es acaso su forma de mofarse de todos nosotros que por voluntad propia experimentaremos el horror y placer de ver a Ashton Kutcher, Vin Diesel y demás payasos tirando bombas o poniendo miradas de cachorros por 90 interminables minutos?

2) La puntualidad escalofriante del intermedio. Viene a ser una escena o personaje fundamental más en las películas, pues así como en los largometrajes de acción se espera que el villano muera en la escena final de una forma horrible, del intermedio no se puede esperar menos que haga acto de presencia religiosamente justo en el clímax de la película.

3) La espeluznante banda sonora. Invariablemente ha de ser un popurrí de Pimpinela, José Feliciano o Daniela Romo; luminarias pestilentes del ayer que uno ilusamente creía borradas de la memoria de los seres humanos. Estas horrendas, ñoñas e incestuosas (al menos en el caso de Pimpinela) canciones, durante eternos minutos (porque las películas nunca comienzan a la hora que dice la cartelera) suenan nítidamente en la bocinas; bocinas que, por arte de magia dejan de funcionar con tal nitidez cuando aparece la secuencia de créditos de la película.

4) El síndrome de la cucaracha tropical y/o polar. Adaptación del espectador a las condiciones climáticas extremas, ya sea a los menos 25 grados centígrados (cuando funciona el aire acondicionado) o los 40 grados centígrados (cuando no funciona el aire acondicionado pero hace un ruido infernal como si estuviera funcionando).

5) Convivencia armónica entre diferentes especies. Relación forjada a base de años de intimidad entre el espectador y las cucarachas tropicales y/o polares (todo depende del caprichoso clima cambiante), llegando al punto que el espectador cohabita en armonía durante la función (sin pegar de gritos como viejas histéricas) permitiendo a los insectos rastreros avanzar a sus anchas debajo de sus butacas y entre las piernas de su acompañante. Incluso ambas especies comparten los refrigerios que venden en la fuente de sodas, con la diferencia que las cucarachas nunca desembolsan un centavo por las palomitas.

6) Los últimos serán los primeros. Frase celebre y acuñada en los cines Hollywood. Llegar con una hora de antelación a la función no te garantiza en absoluto tener buenos asientos en la sala. Como los cines fueron construidos en un espacio tan reducido, los espectadores antes de entrar a la sala de cine se ven obligados a hacer una fila que en realidad es una especie de espiral que termina por combinarse con las otras filas espirales de las otras salas que dan por resultado en una masa amorfa de muchedumbre acalorada, que presa de los nervios y falta de aire, al ver removido el cintillo que les impedía el ingreso a las salas, ve a los respetuosos ciudadanos que la conforman convertirse en una manada de animales salvajes que en medio de puntapiés, mordiscos y empellones corren para hacerse de los mejores asientos de la sala, cual ñus en travesía por el Serengeti.

En pocas palabras, diría yo que los cines Hollywood son como aquella bruja, caprichosa y loca mujer que pese a ser obvio que no te conviene, terminas por frecuentarla y pagando un altísimo precio (como podría ser su boleto al cine) a cambio de sobras de cariño. 



martes, 24 de marzo de 2009

La pesadilla



1


No he podido dormir. Otra vez. Cuando creo lograrlo despierto muerto de miedo. Temblando como una rama seca sacudida por el viento. Una pesadilla horrible me asalta cada que quiero desconectarme del mundo real. La misma pesadilla. Siempre la misma.


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Envidio a mi hermano. Su masoquismo. Su locura nunca socorrida y aliviada con medicamentos poderosos. Cuando era niño, su pasatiempo predilecto, a diferencia del mío que era montar bicicleta, apedrear pájaros y jugar videojuegos hasta la epilepsia, era tener pesadillas (curioso que ahora todos piensen que el subnormal de la familia soy yo). Mi hermano decía que le fascinaba sumergirse en su subconsciente, rodeado de muertos vivientes, hombres lobos, Freddy, Jason, Linda Blair, y cualquier otra criatura demoníaca que fuese lo suficientemente aterradora para hacerle despertar bañado en sudor y con un grito de “auxilio” ahogado en la garganta en mitad de la madrugada.


3


Son las cuatro de la madrugada. Soy un hombre adulto (o al menos eso dice mi credencial de elector) y estoy muerto de miedo. Constantemente grito “auxilio” y no necesito estar en medio de una pesadilla: mi vida tiene la suficiente dosis de terror para tenerme con los nervios despedazados. De ahí que mi pasatiempo sea dormir; la válvula de escape de la pesadilla que es mi vida. Sin embargo, como una broma macabra del Universo que siempre conspira en mi contra, de unas noches a la fecha (justo el día después que mis enemigos del gobierno de Campeche me han negado otra beca porque soy un escritor sin talento) he empezado a tener horribles sueños. O mejor dicho, el mismo. Repetido una y otra vez.

Hace días que no siento la inspiración fluir en mí. A decir verdad, nunca he sentido mucha inspiración cada que me siento delante del monitor de mi computadora. La inspiración me es esquiva. O si acaso, traicionera. Cuando me aborda lo hace en mitad de una borrachera con mis amigos escritores. O viendo un partido de fútbol o mirando una película o malcogiéndome a mujeres que no deseo o corriendo en el malecón. Siempre en lugares lejos de mi computadora, donde no puedo plasmar todas esas emociones e ideas que aparecen en mi mente, nítidas, claras, de todo eso que creo que es el mundo y que de escribirlas estoy seguro sorprenderían a más de un intelectual (o jurado de becas).

Lo único que tengo es esta pesadilla. Descarada, puntal, asidua y fiel a mis sueños. Me llama la atención porque desde muchos años atrás, he perdido la cuenta de los años, todos mis sueños se resumían a una gran pantalla, igual a la de los cines, sólo que en vez de proyectar a Sylvestre Stallone, Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis masacrando terroristas o gente en el Medio Oriente (que para los tiempos que corren es lo mismo), todo era negro, ni rastro alguno de soldados mutilados, como si el empleado que controlara el retroproyector de mi subconsciente estuviese en huelga o desempleado.


4


La pesadilla se divide en dos partes, una más terrorífica que la otra y ambas entrelazándose como si se tratara de un filme de Tarantino. Un amigo de la facultad (recuerdo trabajaba en los cines Hollywood desempeñando una labor que nunca entendí cuál era) me hace responder a cientos de preguntas que va leyendo de una interminable encuesta, mediante la cual busca descubrir que tan “satisfecho o insatisfecho” estoy con el servicio que me ofrece la empresa para la que él labora, la cual definitivamente no son los cine Hollywood sino una empresa relacionada con el glamoroso mundo de la reparación automotriz.

Al llegar a la pregunta 235, mi amigo, encuesta en mano, me hace retornar a la pregunta 78, en la cual debo elegir entre las opciones F1-A, F2-C, F3-K, F4-M o F5-R, sobre algún problema del carburador y de las balatas y del sistema eléctrico y del diferencial y de los carriles del amortiguador trasero y de la bomba de aceite del compresor fuel injection y otras muchas piezas que no tenía la más remota idea de que existían y mientras mi amigo me sigue retacando con preguntas súbitamente me encuentro en un salón de clase. El tercero C del Instituto del Patria, secundaria católica donde pasé mi desangelada y muy sufrida adolescencia.

Es un espanto de día de escuela como cualquier otro, exceptuando un par de detalles: mamá, que se encuentra de pie, a un lado de mi pupitre vigilando hasta el último de mis movimientos, y el tigre de bengala con mirada flamígera que entra por la puerta del salón observando a todos los alumnos que no se inmutan de sus asientos. ¿Acaso nadie piensa protestar al ver que el profesor de física es el Tigre Toño en una versión más real y menos anabólica?

El gigantesco felino, para mi sorpresa, toma asiento detrás del mesabanco del profesor, con una naturalidad asombrosa, como si aquello fuese su oficio de todos los días, y luego procede, con mucha elegancia, a tomar lista: Guevara Alfonso, Pérez Laura, Rodríguez Isabel, Erosa Abraham… Siendo una pesadilla mi sueño, y no el show de Barney, mi peor temor se materializa. La bestia rayada, en mitad de la lista, estira una de sus patas y de un zarpazo le arranca la cabeza a un estudiante de la primera fila. Silencio. Nadie en el aula exclama de asombro (salvo yo, que ahogo un grito) luego de presenciar como el animal desmiembra al infeliz decapitado que yace en el suelo, bañado en sangre y tripas; ni un suspiro, nadie se mueve de su asiento, como si la masacre fuera el ritual de un día normal de clase.

El pánico se apodera de mí. Con discreción (es bien sabido que los felinos tienen el sentido del oído desarrollado) tomo la mano de mamá y le sugiero que escapemos del salón antes de que la bestia siga pasando lista hasta llegar a la letra “S” y me pregunte la lección de física. Le confieso a mamá que nunca he sido bueno calculando gravedades, masas, parábolas y movimientos. Mamá me mira con mirada sorprendida, como si de pronto hubiese olvidado que soy un desastre para los números y pasado por alto todos esos tragos amargos que le causé a través de los años por sacar bajas notas en matemáticas y en física, orillándola a conseguirme maestros particulares para remediar mi poco talento para sumar, restar, dividir, etcétera. Nos disponemos a escapar, pero justo en ese momento, todos los alumnos se abalanzan sobre el tigre de bengala. Más que heroísmo le llamaría estupidez. Decenas de adolescentes forcejean sobre el lomo del felino intentando salvar a su compañero, evidentemente muerto. Por mi parte, del único acto heroico del cual soy capaz es el de sujetar la mano de mamá y escapar por los ventanales del salón de clase.

Un hecho comprobado e irrefutable es que tomar decisiones bajo presión no es lo mío, si elijo águila, cae sol. Lejos de nosotros está el pasillo que conduce a las escaleras y de las escaleras al estacionamiento, y en el estacionamiento el cougar azul metálico de mamá que nos ayudará escapar de la maldita escuela. A nuestras espaldas está la explanada principal del colegio, el problema es que se encuentra a más de quince metros de profundidad. Atrapados entre un cristal y el precipicio, mamá y yo observamos cómo el tigre de bengala gana con facilidad la batalla. Con sus poderosas garras y colmillos hace pedazos uno a uno a toda la masa de estudiantes que le hacen frente. Desde mi posición de equilibrista noto algo extraño: los estudiantes, al ser oficialmente cadáveres, sus rostros (o lo que queda de ellos) mutan o se transfiguran. Es como si al morir los jóvenes se transformaran por arte de magia en adultos.

Terminado el festín, ocurre lo inevitable. Unos ojos amarillentos se traban con mi mirada asustadiza. El animal, sorteando miembros despedazados con sus patas peludas, se encamina rumbo a mi transparente escondite. Eso es todo, mi final, mi horrorosa muerte, pienso, así que oprimo la mano de mamá en busca de valor pero no siento más que mi propia mano cerrarse, mamá ha desaparecido de mi lado (probablemente haya caído al vacío como Juan Escutia, aquel niño héroe que tantos honores le rendimos por haberse suicidado envuelto en la bandera, es decir, aventarse como paracaidista sin paracaídas desde la azotea del Castillo de Chapultepec antes de dejarse capturar por los gringos en una de las tantas batallas perdidas de nuestro glorioso ejército) y justo cuando el tigre salta hacia a mí, cierro los ojos, soy un cobarde, y sin embargo, diosa fortuna, no siento mis tripas salir por la boca de mi estomago, sino una vocecilla que me habla. Abro los ojos, estoy parado en medio de un taller mecánico, no hay tigre a la vista, sólo mi amigo de la facultad, tomándose muy en serio su trabajo (como si su vida dependiera de eso), me pide que responda “satisfecho o insatisfecho” a una encuesta de servicio de dos mil quinientas preguntas.

viernes, 20 de marzo de 2009

La Ranita y el Escorpión


Había una vez una Ranita muy mona que, sentada a la orilla del río, miraba encantada lo bonito que se veía su verde reflejo. Eso hacía cuando se le acercó un Escorpión, famoso en el reino animal por usar cremas rejuvenecedoras y pomadas para quemar grasa para estar siempre muy guapo. La Ranita sintió un sobresalto al reparar en la presencia del Escorpión, un poco por el miedo de ver que se le acercaba aquel arácnido venenoso del cual se contaba gran cantidad de historias feas, y otro tanto porque el Escorpión metrosexual era tan guapo que hizo que su corazón de rana latiera fuertísimo contra su pecho.

More...El apuesto Escorpión era famoso en los alrededores del río por ser el animal más hermoso de todos pero también el más malvado. Igual se decía que era tan elegante y que combinaba tan exquisitamente sus ropas de diseñador europeo que ninguna rana del río se resistía a sus encantos. “Nena, soy muy sensible / sólo quiero tener una bonita amistad contigo / no tengas miedo, que no muerdo / te prometo que no te va a doler / eres la más guapa de todas…”. Esas eran algunas de las artimañas con las que el Escorpión enamoraba a sus victimas, y si alguna no se tragaba sus encantadoras palabras, se decía que llegaba al extremo de decirles: “Te amo niña, eres única y por eso nunca voy a dejarte”.

Todo esto y otras muchas cosas peores había escuchado de boca de sus mejores amigas ranas la guapa Ranita cuando vio aparecer al Escorpión. Pero la Ranita, después de echarle una furtiva mirada al Escorpión, decidió que un tipo que usaba mocasines blancos no podía ser tan malo.

-Hola niña –dijo el Escorpión con una pícara sonrisa que mostraba el excelente trabajo que realizó con su dentadura el dentista.

-Hola –respondió tímida la Ranita, intentando no derretirse.

Definitivamente sus amigas ranas tenían que ser unas envidiosas. Imposible que un sujeto con dientes tan blancos pudiera ser tan malo, así que la Ranita echó un último vistazo a su reflejo en el río para comprobar que estaba presentable y se puso a platicar con el Escorpión. Charlaron unos minutos que a la Ranita se le pasaron como agua, pues el Escorpión había resultado ser un tipo de lo más culto. Hablaron del gran corazón que tiene Rihanna por volver con su novio que casi la mata a golpes, del sobrepeso de Jessica Simpson, del spring break en Playa, de las tendencias de la moda para la temporada primavera-verano, y de los últimos escándalos de la realeza europea. Gran tipo el Escorpión, sin duda.

Cuando la tarde empezaba a caer, el Escorpión miró su Rolex y con un gesto de desgano le dijo a la Ranita:

-Niña, me encantaría quedarme un ratito más pero mi Lamborghini está en el taller y si no me apuro van a cerrar.

-Uy, que mal, no me digas –dijo la Ranita poniendo el rostro aún más compungido que el del guapo Escorpión.

-Sí, o sea, lástima que el taller esté del otro lado del río –dijo el Escorpión meditabundo mientras se acariciaba su depilado pecho-. ¡Tengo una idea! ¿Por qué no me das un aventón en tu espalda y así podemos seguir platicando?

La Ranita, una chica tan buena como su memoria, enseguida recordó que sus mejores amigas ranas le habían dicho que el Escorpión se dedicaba a engañar a todas las ranas pidiéndoles aventones al otro lado del río, para luego, al final del trayecto, clavarles su letal aguijón en el culo.

-¿Qué dices, niña? –preguntó el Escorpión mirando de nuevo su Rolex-. ¿Me das un aventón?

Naturalmente, tenían que ser chismes lo que sus amigas ranas decían, sólo una imbécil podía creer que un Escorpión con tan buenas maneras hiciese algo tan terrible. Además, esas historias tan feas no tenían lógica alguna, ya que si el Escorpión llegaba a clavarle el aguijón, él sería el primero en morir ahogado, pues así como era bien sabido que los escorpiones eran dueños de un poderoso aguijón también era del dominio público que no sabían nadar. “Vaya mala prensa que se le llega a hacer a los buenos tipos”, pensó la Ranita, para luego acceder a la petición del cuerísimo Escorpión que ni tardo ni perezoso brincó sobre su verde lomo.

Durante el trayecto por las peligrosas aguas del río, la Ranita sintió estar como en un cuento de hadas: el Escorpión le acariciaba con sus delicadas tenazas la espalda de tal forma que le hicieron sentir el batracio más feliz de todo el río. “Nena, soy muy sensible / sólo quiero tener una bonita amistad contigo / no tengas miedo, que no muerdo / te prometo que no te va a doler / eres la más guapa de todas…”, estas y más cosas iba diciéndole el Escorpión, y la Ranita fue tan pero tan feliz que de un momento a otro creyó que explotaría de placer. Sin embargo, lejos de explotar de placer, lo único que explotó fue su culo.

-O sea, wey, no manches… ¿Por qué has hecho eso? –preguntó la Ranita mientras el mortal veneno se extendía por todo su flacucho cuerpecito.

Y el Escorpión, mostrando sus blanquísimos dientes en una ancha sonrisa (resplandecían como perlas aún cuando estaba a punto de ahogarse), respondió:

-Sorry niña, no he podido evitarlo. No puedo dejar de ser quien soy, ni actuar en contra de mi naturaleza, de mi costumbre y de otra forma distinta a como he aprendido a comportarme gracias a MTV, VH1, E! y Fashion Tv. Pero no te preocupes, que aquí la única que se ahoga eres tú.

Al escuchar esto, la Ranita con su último aliento de vida dijo:

-¡O sea, hellooooo! Los Escorpiones no saben nadar.

Del otro lado de la orilla del río, una Ranita bien mona que observaba su verde reflejo, al ver a lo lejos como se ahogaba un Escorpión vestido con finas ropas de diseñador europeo, no pudo más que ir a su rescate.


martes, 17 de marzo de 2009

El nombre de un caballero



1


Una de las dos razones concretas por las que quiero ser escritor, y más que querer, creo que estoy predestinado para ello (aunque no creo en el destino), maldita sea, es mi nombre. La siguiente historia probablemente es la única historia literaria que existe en mi vida.

More...Muchos años antes de que yo naciera, cuando mamá aún era una adolescente en estado puro y virginal, ella ya sabía el nombre que llevaría su primogénito.

-Por el amor de Dios, hijita, mañana tienes clases, deja ya ese libro –le decía mi abuela a mamá antes de apagarle la luz de su habitación todas las noches.

Mi abuela, que era pequeñita como un pitufo (pero no por ello incapaz de intimidar al más serio y malencarado de los banqueros, digamos un nombre al azar: mi abuelo), la primera vez que descubrió a mamá leyendo subrepticiamente en la madrugada, crispó sus católicas manos y sus católicos ojos (acto infrecuente, pero que ocurría al menos una vez al año), y con las buenas maneras de una dama que iba a misa todas las mañanas, atravesó el umbral de la habitación, y, mirando severa y reprobatoriamente a su hija, le pidió por favor que le entregara el libro que leía de manera tan ferviente.

-Toma –dijo mamá bajando la mirada con cierto bochorno, escociéndole las mejillas.

Sin decir palabra alguna, mi abuela tomó entre sus manos el libro, giró sobre sus talones y apagó la luz del cuarto de mamá. Antes de desaparecer entre la penumbra, dijo:

-Buenas noches, hijita. Que sueñes con los angelitos.

A mi abuela le tomó siete días con sus siete respectivas noches leer de cabo a rabo el libro confiscado que le robaba el sueño a su hija.

-Ten –dijo mi abuela-. Por favor, procura leerlo durante el día. Las noches fueron creadas por Dios para descansar.

-Gracias –dijo mamá abrazando el libro y llevándoselo por instinto sobre los pechos-. Prometo dormir mis ocho horas.

Naturalmente, una doncella que se dé a respetar y que sueña ser rescatada por un caballero tiene que leer durante las madrugadas, con los grillos copulando bajo un mar de estrellas, la historia épica de Rodrigo Díaz de Vivar, alias, El Mío Cid.


2


De los tres hijos que tuvieron mamá y papá, yo fui el único aceptado por unanimidad.

Mi hermano mayor fue el primero. Una decepción absoluta para mamá. Según ella, mi hermano era un niño horrendo.

-Es horrendo –dijo mamá.

Mi abuela la mandó a callar con una mirada reprobatoria y luego le dijo que toda criatura de Dios es hermosa. Al escuchar esto, con su primogénito en brazos, mamá se echó a llorar.

-No se preocupe, señora, el comportamiento de su hija es perfectamente normal –dijo el doctor a mi abuela aunque sus ojos decían todo lo contrario, al tiempo (o mejor dicho, justo a tiempo) que rescataba al bebé de los brazos de la madre que estuvo apunto de dejarlo caer al suelo por tantos gimoteos y sollozos-. Se llama depresión post-parto.

Mi abuela ignoró el comentario del doctor y le pidió que le entregara a su nieto. El doctor obedeció y salió de prisa de la habitación.

-Eres hermoso, muy hermoso –dijo mi abuela dándole un beso en la frente al bebé.

-Criatura, es una criatura –balbuceó mamá con los ojos anegados en lágrimas; al parecer no debió hojear durante tantos meses catálogos de ropitas y cunas donde aparecían bebés escandinavos de blondas cabelleras y ojos azules como zafiros.

Medio día después del parto, entrada la noche, papá apareció en el hospital.

-¿Cómo está el bebé? –preguntó.

-Horrible –sollozó mamá.

-Un ángel –intervino mi abuela.

A la mañana siguiente, cuando a papá le permitieron ver y sostener entre sus brazos a su primogénito, no le pareció nada feo, al menos no tan feo como se lo imaginó horas atrás cuando mamá no sé cansó de repetirle una y otra vez entre quejidos y lloriqueos que había parido a una criatura horrorosa.

-Eres un niño fuerte y hermoso –dijo papá mirando a su hijo a los ojos.

Aquello, en honor a la verdad, fue una verdad a medias, pues sólo el primero de los dos calificativos se cumplió a cabalidad con el transcurso de los años.

-Dile a tu mami que eres fuerte y hermoso –dijo papá elevando sobre su cabeza al bebé-. Díselo a mami, fuerte y hermoso, ¿verdad que sí, Rodriguito?

Sin atreverse a mirar la enternecedora escena entre padre e hijo, tendida en la cama, mamá cerró los ojos y antes de caer dormida le dijo a papá:

-Ese niño no se llama Rodrigo.


3


Mi hermana menor fue la última en nacer. Otro desgracia. Aunque esta vez, mamá no fue quien dio la nota.

Estaban apunto de cumplirse ocho años desde que mamá había dado a luz por segunda y (supuestamente) última vez, cuando constates mareos y dolores de estómago le hicieron sospechar y temer lo peor.

A finales de los años ochentas papá era un hombre de éxito de mediana edad. Estaba inscrito en el club más exclusivo de la ciudad y jugaba tenis por lo menos dos veces por semana junto a otros jóvenes de éxito de mediana edad. Por primera vez podía decir que era un hombre realizado. Tenía dos saludables y hermosos (al menos uno) hijos varones. El mayor a un semestre de ingresar a la secundaria y el menor a mitad de camino de la primaria. Un par de hombrecillos bien encaminados.

Era la fiesta de fin de año en el club Britania. Por cuarta vez en menos de una hora, mamá se había excusado de la mesa para ir al baño.

-Me cayeron fatal los bocadillos –le susurró a sus amigas.

Minutos más tarde mamá vomitó bilis.

En el baño contiguo, alguien sufría de verdad los estragos de unos bocadillos contaminados.

-¡Jesús santísimo! –exclamó la vecina de baño sintiendo como si su abdomen fuese un envase de catsup oprimido por un comensal hambriento en un puesto de hamburguesas-. ¡Oh, por Dios! –volvió a exclamar la vecina cuando la feroz diarrea abandonaba su cuerpo a propulsión a chorro.

Mamá, en el baño contiguo, tuvo una nueva arcada pero esta vez no vomitó. Sólo emitió un gemido tipo Godzilla.

-Creo que los bocadillos están pasados –dijo la vecina de baño.

Mamá no respondió. Abrazó el bacín y se echó a llorar como una niña.

-¿Monina, eres tú? –preguntó la vecina reconociendo a mamá.

Mamá (Monina para sus amigas y para el resto de los mortales) siguió llorando y de no ser porque la vecina irrumpió en el baño a consolarla, probablemente se hubiera ahogado en sus propias lágrimas.

Dos valiums y media caja de kleenex después mamá confesó estar embarazada. La vecina de baño al regresar a su mesa le comentó a su vecina de asiento que Monina estaba embarazada. A su vez la vecina de asiento le comentó a su marido que Monina estaba embarazada. Y así hasta que apenas pasada la media noche, uno de los tantos hombres exitosos de mediana edad, pedísimo, abrazó a papá (pedísimo también) y lo felicitó por anotar por tercera vez.

Esa noche mamá tuvo que regresar a casa en el auto de nuestros vecinos. Tía Betty iba en la parte trasera del auto abrazando a mamá y diciéndole cosas lindas y reconfortantes como que todo saldría bien y que de seguro tendría a una hermosa nena justo como siempre lo había soñado.

-Muévete, pinche borracho –grito tío Loro tras la ventanilla de su Cadillac mientras conducía dando volantazos en peligrosos zigzag en completo estado de ebriedad.

Papá no llegó a casa en una semana.


4


A diferencia del primer parto de mamá, en el segundo, papá estuvo en la sala de espera del hospital. Era Domingo. Mediodía. Un día soleado. Hermoso. Sin embargo, todos esperaban lo peor cuando la enfermera le entregó a mamá a su segundo hijo.

Mamá se echó a llorar. Pese a pronóstico, fueron lágrimas de alegría.

Se que es imposible tener grabado en la mente el primer recuerdo que se tiene al nacer, pero hay noches en las que recuerdo unos ojos almendrados, llenos de luz, y una melodiosa voz que me pregunta:

-¿Cómo está mi valiente caballero?


sábado, 14 de marzo de 2009

Nos gusta la carne


“La  mujer que hace un mérito de su belleza, declara por sí misma que no tiene otro mayor.”
 - Julie de Lespinasse


Cuando lo amerita, vuelvo sobre mis pasos para escribir de nuevo sobre algún tema antes escrito. Y este es uno de esos casos. Hace unos meses escribí un artículo que en realidad era una carta dirigida a la hija recién estrenada en la adolescencia de un muy buen amigo, cuyo sueño era ser modelo; por tal motivo, como se aburría mucho en casa, le había pedido a sus papás que la inscribieran en una escuela de modelaje (traducción: que la pusieran a trabajar de edecán). La carta tenía como fondo decirle a la pequeña que una mejor idea (o inversión, si quieren llamarlo así) era dedicar su tiempo libre en la lectura o al arte en vez de utilizarlo para la glorificación de su cuerpo, ya que con los años la inteligencia resplandece y el cuerpo se marchita.

El dardo dio en el blanco, o eso creía, y no estoy diciendo que gracias a mi carta la bella adolescente haya renunciado a sus sueños de aparecer algún día en la portada de Vogue o deslizándose en ropa interior sobre una pasarela de Victoria’s Secret. A lo que me refiero es que un buen número de correos llegaron a mi bandeja de entrada, la mayoría de los cuales deja sentir una latente indignación por parte de chicas hermosas (sospecho) dedicadas al oficio de edecán. Algunas de ellas, las más educadas, intentaban con buenas y respetables maneras hacerme ver que ser edecán es un oficio digno, que gracias a él podían costearse la licenciatura o ayudar a sus padres con los gastos de la casa o simplemente tener dinero para darse ciertos lujos como cualquier persona.

Otras, como es normal en esta columna, descargaron su ira en la santa madre que me parió. Y otra, en nombre de otras edecanes (ignoraba que hubiese un gremio de edecanes representado por una furibunda lideresa), en una carta por demás extensa dijo que tal vez eso de escribir no era lo mío. Y eso lo descubrió mientras trabajaba en una Expo al leer una revista local y toparse con un artículo de su servidor (al parecer cada día son más las revistas y periódicos que me publican sin mi autorización y obviamente sin desembolsar un maldito peso) llamándole la atención el título Aprendiz de modelo, ya que ella es modelo y edecán.

La lideresa en cuestión me platicó sin que se lo pidiera que gracias al edecaneo (palabra que según ella utilizo peyorativamente) puede pagar su licenciatura en Comercio Exterior, al igual que lo hacen otras colegas mercadólogas, contadoras, abogadas, arquitectas, etcétera. “¿Te sorprende?”, me preguntó. También dijo que la edecaneada no se hace en las esquinas, porque eso solo lo hacen las prostitutas, y entre ambas profesiones hay una gran diferencia, ya que su trabajo es, y lo transcribiré literalmente (no lo haría si ella no me hubiera dado su autorización en la carta): “una estrategia de mercadotecnia, una muy inteligente y eficaz manera de capturar miradas”.

Pues bueno, he ahí el problema. Que aspirantes a profesionistas o profesionistas sean edecanes no me sorprende en absoluto. Vivimos en un país sumido en la pobreza y en la confusión. Y sospecho que el que se va llevar una sorpresa no será el arriba firmante, sino las aspirantes a profesionistas que al recibir su flamante título de licenciadas descubran que su cheque quincenal en la oficina será menor al que percibían cuando se entubaban en diminutos trajecitos de lycra para, de manera muy inteligente y eficaz, capturar las miradas de los consumidores de cervezas, paletas, bolígrafos, refrescos, etcétera.  

No nos hagamos tontos. Y menos intentemos buscar dignidad donde no la hay. Nos gusta la carne, y las empresas son depredadores carnívoros, al igual que las agencias de modelaje y de edecanes, o como quieran llamarles. ¿Por qué para vender un automóvil o una almohada o un tornillo es necesario contratar a una jovencita semidesnuda para que salga sonriendo a un lado del producto? Eso no es dignidad, se llama necesidad. ¿Y saben qué profesión es muy digna? La prostitución. Mujeres que no se avergüenzan de lo que son y del oficio que desempeñan. Calmando los ardores de hombres que en su mayoría no encontrarían la paz en otros brazos redentores. Eso sí que es tener dignidad, porque estas mujeres no andan cacareando y exigiendo a los cuatro vientos respetabilidad cuando sus pechos se encuentran en franca batalla por liberarse de un diminuto escote.

Si tan digna y respetable es la profesión de edecán, ¿para qué estudiar licenciaturas con nombres rimbombantes? Mejor dedicarse de tiempo completo a ser el instrumento inteligente y capturador de miradas de las empresas.    

Darle dignidad a un oficio no es, como dijo la lideresa de las edecanes, “tener principios y valores bien cimentados para saber darse a respetar”. No señorita. Darle dignidad a un oficio es saber dónde se está parado, y soportar estoicamente las consecuencias. Y si te pones un hilo dental y una minifalda en una Expo cervecera no esperes que te miren con miradas aterciopeladas o que un príncipe azul tire su capa sobre los charcos de lodo para que no te ensucies tus piecesitos.

martes, 10 de marzo de 2009

Águila o sol



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El prólogo de mi primera y única novela era sangriento, alucinante. Sencillamente insuperable. O eso creía yo, hasta que Pedro, mi primo y compañero de cuarto, además de mi corrector de estilo, después de leer las primeras tres páginas, me dijo:

More...-La historia es muy melodramática.

“¿Melodramática?”, pensé escandalizado, sin parpadear, los ojos clavados en la pantalla de mi computadora. La crítica de Pedro no fue de frente y con palabras salidas de su boca. En realidad, fue de perfil, utilizando negritas, cursivas y letra tipo Arial número 12.


2


La computadora de Pedro es una computadora ensamblada con varios discos duros. Del CPU salen incontables cables de colores blancos, amarillos y negros. Una selva amazónica de cables. Sospecho que muchos cables no sirven para nada, que están allí por mero ocio, olvido o tradición, conectados a orificios obsoletos, entorpeciendo y enmarañándose con los únicos dos cables de fibra óptica que en realidad funcionan y le dan tanta felicidad a Pedro, pues gracias a ellos, puede bajar de la red (traducción: páginas piratas) a una velocidad respetable el centenar de películas mensuales que, según él, son lo único que lo mantienen con vida en el horror que es su vida.

Vuelvo a leer la crítica que ha hecho Pedro, ésta resplandece sincera, ausente de maldad en el mugriento monitor de mi computadora, un cacharro viejísimo que amo con toda mi alma porque me la regaló mi tía Lourdes, además de que no tengo un clavo para comprarme una computadora mejor.

La historia es muy melodramática.

Releo por décima vez la crítica. Estoy horrorizado, muy a pesar de que, lo admito, no tengo idea de qué significa eso de muy melodramática. Lo único que sé con certeza es que no es nada bueno. Y me lo merezco. Antes de estirar el brazo y entregarle a Pedro el diskette Verbatim 3 ½ le dije que fuera sincero, despiadado, nada de tentarse el corazón, que leyera entre líneas cada párrafo, esa era la única manera de que la novela en verdad fuera digna de ser leída por la no poca cantidad de ojos que esperan ansiosos (y posiblemente hartos) mi tan anhelada y prometida obra maestra que llevo más de cinco años escribiendo y por la que mandé al diablo mi vida hecha y derecha dentro de un importante corporativo que tanto enorgullecía y presumía mamá a las cacatúas de sus amigas.


3


Pedro despejó mis dudas en cuanto al significado de lo melodramático. Esto ha sido luego de leer el primer capítulo de mi novela. Estiró el brazo con el diskette 3 ½ y me lo entregó. Sospecho que nuestras computadoras son las últimas dos en el Universo con entrada para diskette 3 ½. Este vergonzoso intercambio de información casi obsoleto es integra culpa mía: mi computadora no tiene entrada de USB; no así la computadora de Pedro que tiene toda suerte de rendijas y entradas, desde las más modernas hasta las más antiguas.

Inserto el diskette 3 ½ en mi computadora. Abro el archivo Capítulo Uno. Al pie de página, igual que en el Prólogo, la crítica viene en negritas, cursivas y letra tipo Arial número 12.

Pedro ha escrito lo siguiente:

Los personajes son exagerados, grandilocuentes, telenovelescos, histéricos, pareciera que se gritan en cada diálogo, desbordan emoción, nada justifica su comportamiento enloquecido.


4


Mi rostro es un cubo de hielo. La sangre ha dejado de circular por mi cabeza. Está claro que no soy el escritor que pensaba ser. Que escribir una novela está fuera de mis manos. A años luz de mi limitado talento.

Posible ataque de pánico. Mis dedos se pierden en las teclas. Tecleo lo que sea. Palabras sin ningún sentido aparecen en el monitor pintarrajeado que tengo enfrente. Todo sea para no estrangularme con mis propias manos. De reojo observo a Pedro sentado a un costado mío. La mirada fija. Concentrado en su moderno monitor de no-sé-cuántas pulgadas, leyendo el segundo capítulo de mi novela. Un fiasco total. Rotundo. Absoluto. Más de cinco años trabajando en varias novelas inconclusas, mamotretos sin ningún sentido hasta que una tarde, inspiradísimo, escribí y escribí hasta tener lo que creía era el esqueleto de una novela de pies a cabeza. Semanas, meses puliéndola. ¿Y qué ocurre? He creado un culebrón, un mamarracho, un adefesio digno de Televisa. O ni siquiera eso.

¿Qué me llevó a creer que escribir una novela basada en mi chiflada familia me llenaría de fama y fortuna?


5


En menos de media hora mi vida ha cambiado 180 grados, todo mi universo, mi sentido de ser, y, de ahora en adelante sólo hay una cosa en claro, o quizás dos: uno, no soy un buen escritor; dos, soy un mentiroso compulsivo.

Pedro terminó de leer el segundo capítulo (y último que leerá porque le diré que sólo tengo terminados dos capítulos, lo cual, sobra decir, es una flagrante y evidente mentira), el resultado, no hubo sorpresas, fue devastador. En el primer párrafo Pedro hizo más de cuatro anotaciones. Todas ellas interrogantes. Cuestionamientos sobre el comportamiento de tal o cual personaje. En el resto del capítulo (apenas cuatro hojas, no quiero aburrir al lector con capítulos interminables), con marcador amarillo, Pedro me hace ver un sinnúmero de palabras repetidas. En marcador violeta, verbos mal conjugados. Y entre paréntesis, adjetivos innecesarios o redundantes. Al borde del pie de página (y yo al borde del suicidio) leo lo siguiente:

Me pediste que fuera despiadado. Y lo fui.


6


No hay rencores. Así es la vida. Sigue su camino, sin detenerse, y como cada sábado en la tarde, Pedro y yo bebemos cervezas enlatadas frente a su monitor de no-sé-cuántas pulgadas. Es el primer fin de semana de Febrero y los Oscares se avecinan. Por eso nos sentamos a beber cerveza y a ver maratónicas jornadas de las mejores películas del año que los samaritanos del norte buenamente han subido a la red para que nosotros, los pobres diablos vecinos del sur, podamos evadir, al menos por unas horas, nuestra patética y tercermundista realidad con filmes que a uno le mueven las fibras más sensibles del alma, algo que sin duda, pienso, y ahora ya no estoy prestando atención a unos diálogos escritos y salidos de la cabeza de algún genio, nunca seré capaz de escribir.

-Te prometo que la novela va a funcionar –miento.

Sospecho que las palabras salidas de mi boca fueron culpa de la cantidad grosera de alcohol que he ingerido, o tal vez sea mi personalidad proclive a la terquedad, o mi falta de madurez, o mi terror a aceptar la derrota, o a lo devaluado que está el éxito verdadero hoy día, o simplemente a que intuyo mi muerte próxima y qué más da soñar con imposibles cuando uno está al borde del abismo.

-Será una gran novela –dice Pedro en tono neutro, abriendo otra lata de cerveza.

Pedro además de ser mi primo, mi compañero de cuarto y mi corrector de estilo, es mi fiel e incansable escudero de fracasos. Mi Sancho Panza moderno.

En pantalla, Javier Bardem, el pelo igual al de un lunático, lanza una moneda al aire y cae sol. El gordo dependiente de la tienda, sin saberlo, ha salvado la vida. Javier Bardem abandona la tienda, el arma escondida, y pienso que ese psicópata asesino algún día tocará a mi puerta para obligarme a jugar ese sádico juego de águila o sol y con certeza sé que perderé (nunca he sido bueno en los juegos de azar), y el loco, feliz de la vida, me meterá un tiro entre ceja y ceja.

Bebo otro sorbo de cerveza y por arte de magia me inunda una felicidad extraña, confusa, la calificaría de un tipo de felicidad bastante estúpida, pues me doy cuenta, con los cinco sentidos cada vez más atolondrados, que todo el tiempo que siga bombeando sangre mi corazón, respirando, robándole aire a la humanidad cual parásito, es ganancia, y quién quita, igual y cuando el cruel futuro toque a la puerta, la moneda cae con la cara en sol y le doy una lección a todos mis enemigos (traducción: amigos, ex novias, familiares, políticos y críticos literarios) que secreta y fervientemente desean que siga siendo el perdedor que en efecto soy.


lunes, 9 de marzo de 2009

El día que el tonto censuró al tonto


“Los Simpson
descubrieron para el espectador lo que ya sabía el lector de Tolstoi: que sólo las familias infelices son interesantes.”
-Eduardo Huchín


Era el verano del 90 ó 91. Lo recuerdo bien. Todos los martes a las 8:00 p.m., sin excepción, varios niños estrenándonos en la preadolescencia nos reuníamos en mi departamento, el 3B de los condominios Playa Linda para ver (la mayoría) clandestinamente una caricatura llamada Los Simpson, y digo clandestinamente porque a principio de los noventas no hubo programa de noticias ni vieja chismosa que se quedara sin aportar sus dos centavos a la discusión en torno a la nueva serie, ya fuera para alabarla por su atrevimiento e inteligencia o condenarla porque era indecente que una caricatura tocara temas como el adulterio y el alcoholismo (traducción: reflejar la realidad).

De aquel verano a la fecha la serie de esos personajes amarillos se volvió indispensable en mi vida, por no decir en las vidas de todos los que me rodeaban. Capítulo tras capítulo, año tras año la serie me gustaba cada vez más. Conforme almacenaba años de existencia, personajes que antes me parecían intrascendentes empezaron a convertirse en mis favoritos, y al tiempo que abandonaba la juventud comencé a descubrir, al ver nuevamente capítulos que había visto años atrás, detalles, comportamientos y comentarios de ciertos personajes que cuando era un adolescente pasaron inadvertidos ante mis ojos y oídos. En pocas palabras, puedo decir que crecí, envejecí y forjé mi carácter y sentido del humor tomando como base a Los Simpson. O mejor dicho, crecimos, envejecimos y forjamos nuestro carácter y sentido del humor basándonos en Los Simpson (y perdonarán este arrebato de imposición autoritaria y dictatorial, pero de ahora en adelante escribiré en plural pues no creo estar hablando únicamente a mi nombre).

Los Simpson, a fuerza de años de religiosa e ininterrumpida transmisión en la televisión abierta, se convirtieron en un tesoro nacional, muy a pesar de que aquel tesoro fuera extranjero. Y no puedo menos que llamar al programa un “tesoro” porque nos enriqueció intelectualmente, como nación y como individuos; y “nacional” porque lo adoptamos como propio, como si cada uno de los personajes (sin excepción) hubiese sido creado a la imagen y semejanza de nuestros vecinos, amigos, conocidos y enemigos en la casa, en la escuela, en el trabajo, en la iglesia y en la política.

Durante casi dos décadas, Los Simpson han desembrutecido y sembrado una brillante semilla de discernimiento en varias generaciones, que sin notarlo hemos sido educados por el tonto más grande y adorable del mundo, paradójicamente llamado Homero, con sus infinitas historias y peripecias que nos muestran que en este mundo moderno no hay que ser un genio para llegar a lo más alto, más lejos incluso que la Luna, como aquél día en que Homero viajó al espacio gracias a que la NASA, en un intento desesperado por elevar el nivel de teleaudiencia de sus lanzamientos, le contratara para que el hombre promedio (es decir, el mínimo común denominador) pudiera identificarse con un astronauta; o cuando ganó las elecciones para ser el responsable de la recolección de basura en la ciudad gracias a que en su campaña prometió toda suerte de fantasías incumplibles y a que no tuvo reparo en desprestigiar con una sarta de mentiras a su contrincante; y así, cientos de historias que sería imposible rememorar en tan breve columna. Porque Springfield es nuestra ciudad natal. La fotocopia más perfecta que se ha hecho nunca antes de Campeche y de Cartagena de Indias y de Caracas y de Buenos Aires y de Sao Paulo y de Sevilla y de Montpellier y de Düsseldorf y de todas las ciudades provincianas y no provincianas del mundo que se hayan detenido a observar a esos personajes amarillos. Porque Springfield y los Simpson y todos sus habitantes somos nosotros, tan similares pese a ser tan diferentes.

Precisamente por eso, la semana pasada las huestes del dictador Hugo Chávez, personaje sospechosa y accidentalmente parecido al Alcalde Diamante (adorable bandido que se ha perpetrado en el poder por casi dos décadas ininterrumpida y “democráticamente” en Springfield)  han sacado del aire a Los Simpson de la televisión venezolana, bajo el pretexto de que la familia animada envía mensajes que atentan contra la formación integral de niños y adolescentes, poniendo en su lugar a la supereducativa serie Guardianes de la Bahía.

Si algo podemos agradecer de este horror es que “alguien” en Venezuela está redoblando esfuerzos para salvarnos a todos nosotros, que somos Springfield, de ser el poblado más imbécil del mundo. Espero que el gobierno de Chávez entregue un premio al que se le haya ocurrido cambiar un programa cargado de referencias a la historia y al arte (literatura, cine, etcétera) y con contenido político y social de sobra y reemplazarlo por el show más sexista y estúpido de la historia. Por que si hay algo que va a impedir que los niños y jóvenes lleguen a pensar en un momento dado “oye, a lo mejor el gobierno no es tan bueno como dicen en la tele” es Pamela Anderson rebotando por la playa, vestida con su trajecito de baño rojo bien mojado.          




sábado, 7 de marzo de 2009

Vacaciones guiadas (PARTE II)


“Los viajes sólo son necesarios para las imaginaciones menguadas.”
- Sidonie Gabrielle Claudine Colete
             

Existe otro tipo de vacacionista que es cliente asiduo de las agencias engañabobos. El vacacionista extremo. Esta persona es alguien que, desde luego, jamás en su vida ha hecho algo extremo. Quizás lo más peligroso que haya hecho sea subirse a los camiones destartalados o las combis que viajan a 150 km/hr para llevarlo al trabajo. Fuera de eso es una persona común y corriente como tú o como yo. Sin embargo, eso no es impedimento para que un buen día (luego de un bombardeo publicitario), el tipo se diga “¿y por qué no?”.

Mochila en mano va a la agencia de viajes y se compra un boleto a África para acampar con los leones, o escalar el Kilimanjaro, o aventarse de paracaídas a una altura de mil millones de kilómetros desde un avión supersónico, o surfear sobre olas de 15 metros en las costas australianas infestadas de tiburones blancos, etcétera.

Si por obra de un milagro al infeliz le sobra vida para contarlo, te dirá que la experiencia valió cada uno de los miles de pesos que pagó (mismos que tendrá que pagar con sus respectivos intereses al banco), aún se haya orinado en los pantalones, llorado como un niño y rezado al santo de los osos grizzli para que no se lo merendaran en los bosques canadienses. Y no falta el otro tonto que le cree y se embarca en la aventura. Al fin y al cabo todos esos viajes extremos salen en la televisión, mismos que programan en un horario familiar, así que dan por un hecho que son muy seguros. Salvo aquello de: “Turista muere envenenado en la India por mordedura de cobra”. “Turista fallece de malaria en el Amazonas”. Noticias de ese estilo que aparecen de relleno en los noticieros cuando el mundo no tiene nada mejor que ofrecerle a los dueños de las cadenas televisivas que prefieren hacerse de la vista gorda en guerras subsidiadas por sus patrocinadores, o ignorar desfalcos y leyes monopólicas aprobadas en el Senado por políticos y empresarios que tienen acciones en las cadenas.

Viajar nada tiene de malo. El problema es cómo y a dónde. Incluso puedes viajar a una playa que esté a 15 minutos de casa y no faltará el imbécil que decida que ha llegado el momento de ser un hombre extremo. Entonces el sujeto decide aventarse del bungee. Nada como echarse un clavado desde varias decenas de metros de altura para vencer el miedo a las alturas.

“Peligro”, piensa el tipo, será de ahora en adelante su nombre de pila después del salto. Y nuestro campeón se avienta cual Tarzán. Cae a velocidades vertiginosas. El corazón se le paraliza. El viento contra su rostro le empaña los ojos. El suelo que segundos antes era una diminuta mancha gris ahora se ve inmensa a un palmo de sus narices. La liga que le sujetaba los tobillos, de encogerse y estirarse con tantos lances de gente extrema no soporta más y se revienta. El Tarzán queda despanzurrado en el pavimento.

-¡Oh, Dios mío, cómo pudo suceder! –exclaman sorprendidos algunos.

-Otro accidente en bungee –dicen en las noticias.

Básicamente esta es la peor clase de turista. O ni siquiera turista. Porque no hay que ser un viajero para cometer actos completamente descabellados. Los imbéciles están en todas partes gracias ha que han sido amaestrados por los reality shows que les han hecho creer que todos nacimos para ser unos ganadores, galanes, rebeldes, aventureros, temerarios, golfos, románticos, graciosos; en pocas palabras, unos chingones en toda la extensión de la palabra. Y ya ven que no, aunque la vida se les vaya de por medio para comprobarlo.

Actualización:



jueves, 5 de marzo de 2009

Vacaciones guiadas (PARTE I)


“Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte.”
- Miguel de Unamuno
             

En la mesa del café tengo frente a mí a un amigo que se fue de vacaciones a Europa. Luego de intercambiar las preguntas y respuestas de rigor en estos casos cuando el turista regresa al terruño con la sonrisa forzada en el rostro, mi amigo se anima a sincerarse y me confiesa que nunca en su vida se había sentido tan solo. Con la mirada sombría me relata el horror que vivió al encontrarse sentado en la banca de un parque, mochila a cuestas, hambriento, muerto de frío, y sin entender una sola palabra de lo que hablaban los transeúntes en esa ciudad tan lejana de casa cuyo nombre no podía siquiera pronunciar correctamente porque es impronunciable para alguien monolingüe. 

Mi amigo ha sido otra víctima entre los cientos de miles de incautos que cada periodo vacacional caen en la trampa de querer ser un turista en plan Indiana Jones. Personas que no pasan de ver Discovery Chanel, Travel Chanel, y E! Entertainment. Sujetos que mordieron el anzuelo, a quienes les lavaron el cerebro de que traspasar fronteras era muy divertido, cultural y de mucho estatus social, porque no hay nada más intelectual y que haga crecer tanto al espíritu como alejarte millones de kilómetros de casa para tomar un arsenal de fotografías de uno mismo al pie de la Torre Eiffel, del Coliseo romano, del Big Ben, de la Catedral de Notre Dame, de la Basílica de San Pedro y de la Torre de Pisa (eso sí, indispensable salir cual mimo fingiendo que la sostienes para que no se venga abajo). 

Nada tiene de malo aceptar que uno es un hombre sedentario. Lo hemos sido durante siglos. Aunque claro, hay excepciones. Sujetos que llevan la aventura en las venas o cuya cultura así los formó, como los turistas europeos que se pasean todos los días por el centro de la ciudad, solitarios, con mochila a cuestas, libro en mano y un andar seguro cual si llevaran toda una vida viviendo en el país. Y es que así son ellos. Solitarios. Pensativos. Acostumbrados a los silencios. Cosa que no los hace mejores a nosotros, solo diferentes. Nosotros no somos así. Los latinos somos bulliciosos. Parlanchines. Andamos en manada. Incluso para ir a la tienda de la esquina nos gusta ir acompañados. Noten las comidas. La abuela, la tía, los sobrinos que en tu vida habías visto, los vecinos y los colados de cajón. Somos tumultuosos. Ruidosos. Y eso no nos hace peores, desde luego, solo diferentes.

Sin embargo, nos han venido a vender la idea de que todos somos viajeros. Y no solo eso. Viajeros solitarios y trasatlánticos. Mochileros. Y ya ven los resultados. Los tontos que quieren ser cultos empeñan la casa y la vida y se privan de todo placer cotidiano durante meses con tal de cruzar al otro lado del charco para descubrir que el Vaticano era más bonito en las estampitas que vendían afuera de la iglesia. O que Transilvania no era tan terrorífico como en las caricaturas de Scooby Doo. O que Venecia no es tan romántica como en las películas de Hollywood, donde los protagonistas se besuquean a sus anchas sin ni un solo ojo indiscreto que los perturbe.  

No todos nacimos con alma aventurera. Son pocos los Marco Polos o Hernán Corteses. Lo de vacacionar en lugares remotos lo inventaron las secretarías de turismo y agencias de viaje engañabobos para quitarle el dinero de los bolsillo a los bobalicones, eso sí, a un precio muy alto, a cambio de enfermedades, contaminación natural y visual (véase a las morsas y manatíes en bikini tomando el sol en las costas). O a los imbéciles que llegan al Louvre o a cualquier museo sin antes haber siquiera leído un libro o visto una pintura en su vida y se sienten estafados porque no se lo están pasando bomba, aunque claro, de consuelo saben que al retornar al hogar podrán decirle a sus amistades que conocieron en persona a la tal Monalisa. Y, ¿saben una cosa? No saben cuánto los envidio.          

martes, 3 de marzo de 2009

El chulo y las putas



1


La gente asegura (ojo a quién lo dice, por estadística verán que son mujeres la mayoría) que la profesión más antigua del mundo es la prostitución. Si esto es verdad, tendríamos que remitirnos a la primera mujer que pisó la Tierra, y en caso de que nos pongamos bíblicos, esa mujer fue Eva.

More...¿Acaso Eva fue una prostituta?

Eva y Adán vivían en el Paraíso Terrenal donde no tenían necesidad de trabajar pues Dios era un hombre muy rico que los dejaba holgazanear a sus anchas por los enormes jardines del Edén, contemplar la naturaleza, comer toda la variedad de hongos que quisieran y de vez en cuando tomarse la libertad de ponerle nombres estrafalarios e insospechados a las criaturas peludas que veían en sus paseos matinales. Luego, como sabemos, un día apareció una lombriz superdesarrollada y parlanchina y todo se fue al diablo.

-Se ganarán el pan con el sudor de su frente –dijo Dios cuando vio a Eva cocinando un pay de manzana.

Expulsados del Paraíso Terrenal hubo que conseguir trabajo. Ahora bien, si es cierto el dicho de que la profesión más antigua del mundo es la prostitución, por fuerza Eva fue prostituta. Naturalmente aquí nos asaltan muchas interrogantes, como por ejemplo, quiénes eran los clientes de Eva. La respuesta apunta a un solo hombre, el único macho sobre la faz de la Tierra: Adán.

-Mira Adán –dijo Eva con el ceño fruncido, semidesnuda, casi en los huesos, harta de comer ensaladas de eucalipto-, o te pones a trabajar de verdad, mira que eso de que seas proxeneta nos está matando de hambre, o me largo a vivir a otra cueva.

Luego de una semana de infierno, Adán masturbándose en las copas de los árboles viendo como copulaban los mamuts, los tigres dientes de sable y otras criaturas del reino animal, su desesperación lo hizo cometer una locura.

-Mmm qué rico –dijo Eva acostada en su nueva cueva-, bife de antílope, mi favorito.

Como en aquella lejana época no se había inventado la moneda (nuestros ancestros le llamaron trueque al intercambio de bienes o servicios), Eva dejó de estar en los huesos gracias a los bifes y chuletas de antílope, y Adán (antes chulo, ahora cazador) dejó de masturbarse en las copas de los árboles. O al menos dejó de hacerlo todos los días


2


El primer año que estudié en una escuela mixta fue en sexto de primaria. En teoría todos éramos unos niños pero en nuestros adentros nos sentíamos unos hombres listos para desvirgar a la primera niña o mujer que se nos cruzara por enfrente, tal como ocurría en Beverly Hills 90210.

Un día la popularidad de una niña (he olvidado su nombre de pila) se disparó meteóricamente. Traducción: una mañana amaneció con tetas. Esta niña siempre andaba rodeada de niños. Como es de esperarse en la especie humana, o mejo dicho, en el sexo femenino, el resto de las niñas (que seguían siendo unas niñas, es decir, planas como raquetas de ping pong) la odiaban. Así que le inventaron un apodo.

-¿”Camastra”? –dije sorprendido e ignorante.

-Sí, Camastra –dijo Paulina muy segura de si misma-, porque va de cama en cama.

Lo primero que me vino a la mente fue que el papá de Camastra trabajaba en una fábrica de colchones; luego Ramiro, con los ojos pizpiretos, me sacó de mi error asegurando que su primo Oziel tenía un amigo llamado Braulio que se había llevado a la cama a Camastra.

A las dos semanas todo el salón de clase aseguraba haberse llevado a la cama a la casquivana de Camastra.

-¿Y qué tal tiene los chuchos? –le pregunté ardiendo en curiosidad a Ramiro.

-Ya sabes –dijo Ramiro sacando la lengua larga como un camaleón y llevándose ambas manos a la altura del pecho, estrujando ferozmente lo que parecían ser unos balones de fútbol imaginarios.

-Sí, ya sé –dije, sin tener remota idea de cómo eran los chuchos de Camastra ni de ninguna otra mujer de carne y hueso fuera de las revistas de Playboy.


3


Mi primera novia era una puta, la segunda igual y todas las demás también. Eso fue lo que me dijeron tías, amigas, etcétera. A mis espaldas, obviamente.

-No sé cómo puede andar con esa puta –las escuchaba escondido detrás de las paredes.

Mis amigos, un poco más en confianza, avalentonados por el alcohol, me contaban historias sórdidas de todas mis novias.

-Coño, la neta es que es una puta, era la puta de José Efraín, de Carlos Alberto, de Luis Armando, de Emilio Arturo… –decían mis amigos, poniéndome sobre aviso y yo más que asustarme me sorprendía de los nombres de telenovela de todos los amantes de mis novias.


4


Por motivos que no vienen a cuento y que no pienso entrar en detalles por tener tintes escabrosos, me encuentro flanqueado por Martín y Humberto, desnudos como un par de Adanes, los vientres inflamados, los ojos enrojecidos y las manos frotando los culos aguados y picados de celulitis de sus escalofriantes damas de compañía.

-Priscila bonita, báilale un rato a mi amigo –dice Humberto.

El terror se apodera de mí. Priscila, obediente, toda una profesional, una anémona morena, menea su gelatinoso cuerpo a centímetros de mi rostro. Me declaro homosexual, amante de los penes largos y nudosos.

-No sabes cómo me calientan los putos –me susurra Priscila sacándome la camiseta de encima.

En un acto desesperado apelo a la calentura de Humberto y le recuerdo que debe aprovechar esta noche para descargar toda su virilidad reprimida sobre Priscila, ya que su novia Andrea le ha jurado lealtad y fidelidad a Dios hasta el día que contraiga matrimonio.


5


Mi llegada a Campeche estuvo cargada de altas dosis de escándalo. Involuntario, obviamente. Escapé de Mérida porque quería escribir una novela y mamá no dejaba de mirarme con ojos de “no puedo cree que hayas renunciado a tu brillante futuro de hombre de negocios en ese corporativo donde todos te respetaban y querían mucho, ¿ahora de qué vas a vivir? Te vas a morir de hambre”.

En el malecón, a bordo de la camioneta Windstar de mi tía (mi mecenas y protectora en mis primeros dos años en Campeche), acompañado de Pedro, veo a un par de despampanantes mujeres, una rubia y una morena. Las reconozco en el acto. Pedro, hombre prudente, me dice que no me detenga. Lo ignoro. Detengo la camioneta y saludo a las chicas. Les pregunto si quieren un aventón. Ellas se acercan a la ventanilla y me escrutan con la mirada intentando descifrar si soy un asesino serial.

-Estamos aquí en el hotel de enfrente, sólo estamos paseando, gracias –dice la rubia apoyando en la puerta del copiloto sus tetas descomunales que son como un par de balones playeros.

-Si quieren les podemos dar un paseo por la ciudad –digo y me sorprendo yo mismo de atrevimiento.

-Les prometemos que no somos asesino seriales –dice Pedro.

La rubia abre los ojos y en su mirada pede verse “ni loca me subo con estos destripadores”. Sin embargo, la morena (de tetas no tan prominentes pero de tamaño respetable), se acerca a la ventanilla y me reconoce.

-Tú vas al gimnasio –dice.

Me alegro que la morena me haya reconocido del gimnasio y no de mis asiduas visitas al Diamante de July, donde soy arrastrado por mis amigos calenturientos campechanos. Le digo que sí, que voy al mismo gimnasio que ellas. A la misma hora. La rubia borra su mirada de desconfianza, al parecer también me ha reconocido.

-Eres el único caballero que nos da los buenos días –dice.

-¿A dónde nos van a llevar a pasear? –pregunta la morena.

-A donde quieran –respondo.

La rubia se llama Isabel y la morena Esmeralda. Isabel nos dice que Campeche es aburridísimo, que no hay nada que hacer. Pedro, campechano, se ofende en silencio y sugiere que compremos un six pack. Esmeralda dice que no pueden tomar, que entran a trabajar en un par de horas.

-La agencia nos prohíbe llegar pedas –dice.

-Entonces Campeche te va a seguir pareciendo aburridísimo –dice Pedro.

-Vamos por las chelas –dice Isabel mirando por la ventanilla a un gordo que arrastra los pies sobre el malecón.

Isabel y Esmeralda nos confiesan que son bailarinas exóticas y no strippers. Pedro, antes de que yo pudiera poner mi mejor cara de sorpresa, dice que ambas bailan muy bonito.

-Gracias, mi amor –dice Esmeralda- ¿Así que ya nos fueron a ver?

Pedro responde que sí. Se explaya. Da lujo de detalles. Dice que son las famosas Golden y que las trajeron del DF y que toda la ciudad ya las fue a ver, un éxito el show. Isabel y Esmeralda parecen divertidas por la franqueza de Pedro. Así que deciden poner a prueba mi sinceridad y me preguntan a qué me dedico. Les digo la verdad:

-A nada, salí huyendo de casa porque quiero escribir una novela.

-Órale, así que eres escritor –dice Esmeralda.

Le digo que eso intento. Esmeralda parece fascinada con mi oficio y me pregunta de qué trata mi novela y yo me pongo nervioso y digo una serie de disparates sin pies ni cabeza (tal como es mi novela en realidad, una narración enloquecida). Isabel interviene y dice que su novio es un actor famoso. Pedro se interesa en conocer el nombre. Isabel dice que igual y no lo conocemos porque tenemos caras de intelectuales y los intelectuales que se dan a respetar no ven telenovelas. Pedro la saca de su error y se declara no un intelectual sino una vieja chismosa de lavadero y de corazón y ruega por saber el nombre del famoso novio. Isabel confiesa el nombre y para sorpresa de todos (sobre todo para Isabel) Pedro recita la biografía del actor “famoso” (que en realidad no es más que el ex integrante de un grupo de poca monta desaparecido a finales de los años noventas).

-No sabía que ahora actuaba –dice Pedro.

-Va a salir en la nueva telenovela de las nueve –dice Isabel orgullosa, inflamando (si es que se puede más) el pecho.

En 20 minutos recorremos de punta a punta la ciudad. Isabel y Esmeralda nos invitan a cenar al restaurante del hotel donde están hospedadas. Pedro me mira con unos ojos que significan “ni se te ocurra, imbécil, el hotel del Mar es concurrido por las amigas de mi mamá y de tu mamá”.

-Encantados –digo desobedeciendo la mirada de Pedro.

Estaciono la camioneta de mi tía. Pedro se queda sentado en el asiento del copiloto, dice que ahora nos alcanza, que tiene que hacer una llamada urgente. Isabel le dice que no se tarde, que lo esperamos adentro porque están hambrientas. En la entrada del restaurante Lafitte, un gordo disfrazado de pirata saluda con ojos de bucanero libidinoso a mis nuevas amigas. Mis amigas saludan de beso en la mejilla al pirata barrigón. Es evidente que siendo huéspedes del hotel ya se conocen.

-Buenas noches –le digo al pirata.

-Lo siento, usted no puede pasar –me dice el pirata.

No me lo puedo creer, el pirata celoso me prohíbe el paso. Le pregunto por qué no puedo pasar. El pirata me dice que esta prohibido entrar al restaurante con camisetas sin mangas. Me defiendo diciéndole que hay un calor de los mil demonios. Que vivimos frente al mar. Que Campeche es un puerto.

-Lo siento señor –dice el intransigente pirata-, son las reglas del hotel.

Isabel y Esmeralda interceden por mí. Con voz cariñosa le piden por favor al pirata que me deje pasar. Porfis, porfis. El pirata se deja mimar un rato y luego me dice que puedo pasar, sólo que con una condición.

-¿Cuál? –pregunto intrigado.

-Tienes que usar esto –me dice el pirata quitándole un escandaloso saco de terciopelo color púrpura al maniquí de un pirata postrado en la puerta.

El saco me queda grande. Me pica. Las mangas son enormes. El cuello es enorme.

-No puedo usar esto –digo indignado.

Isabel y Esmeralda me chuelean. Me dicen que me veo muy bien. Parezco un chulo, pienso al verme flanqueado por esas dos bailarinas exóticas cariñosas que se cuelgan de mis brazos.

-Por aquí mi amor –me dice Isabel guiándome entre las mesas.

-Allá hay una mesa libre –grita emocionada y muerta de hambre Esmeralda.

Un silencio denso reina en el restaurante. Como si estuviese desierto pero en realidad está lleno. Todas las mesas están ocupadas por las familias más distinguidas de Campeche. Reconozco a un par de cacatúas amigas de mamá que no dudan en enfatizar su espanto y cuchichear con sus vecinas de mesa al verme llegar flanqueado de dos mujeres de dudosa reputación.


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Es Carnaval y un amigo me ha invitado a salir en su carro alegórico. Declino su amable invitación. Mi amigo me anima, me dice que será divertido, irán los hombres disfrazados de chulos y las mujeres de putas. Agradecido vuelvo a declinar su generosa invitación. No quiero causarle problemas. En ese carro no pocas personas me desprecian, ya sean algunos hombres porque creen que todas las semanas los critico (a ellos y a sus papás) en mis escritos o algunas mujeres porque piensan (justificadamente) que soy un pobre diablo indigno de ir en el carro de los ganadores. Los amos y señores de la ciudad.

Decido emborracharme en el Carnaval como simple mortal, en el graderío atestado de perdedores como yo. Sin embargo, mi hermana y mi cuñado (acompañados de un batallón de amigos) han decido venir a Campeche a pasar el Carnaval. Para fortuna las amigas de mi cuñado son guapas, quiero impresionarlas, así que les digo que tengo influencias para meterlos a todos en la zona VIP de la televisora más importante de la ciudad. La noticia causa revuelo pues quieren estar en un lugar cerrado, exclusivo y que los separe (de ser posible con alambres de púas y cercas electrificadas) de la gente ebria, fea y vulgar que abarrota el malecón.

Le hago una seña a mi amigo dueño del canal de televisión, y él, un encanto, un amigo de verdad, nos deja pasar a todos. Le digo que estoy escribiendo un artículo sobre el Carnaval campechano para el prestigioso periódico de izquierda La Jornada, lo cual, sobra aclararlo, es una mentira monumental y sospecho también un error colosal porque su televisora es de derecha, o eso creo. Mi amigo me sonríe, y me dice que pase, que no hay problema.

Grave error. Claro que hay problema. Nada más entramos al lugar más exclusivo del Carnaval, las amigas de la novia de mi amigo se incomodan al sentir invadido su pequeño reino, pues ellas se sienten unas princesas adolescentes (en realidad todas rondan en la mediana edad) y respingan sus narices operadas y se cuchichean una a otras y con las miradas se dicen “¿y estás putas quienes son?”. El ambiente se enturbia. Mi hermana, conductora de televisión en sus ratos libres, conoce a mi amigo dueño del canal y quiere ir a saludarlo y darle las gracias por dejarla pasar a ella y a sus amigas. Aparece un guarda de seguridad y le detiene el paso.

-Lo siento, no puedes subir –se excusa el guardia-, ordenes de las señoritas de arriba.

Al parecer incluso en la zona VIP hay niveles. Mi hermana y sus amigas, jóvenes y bellas, deciden emborracharse y bailar al ritmo vertiginoso del reggaeton que suena en la bocinas de los carros alegóricos que tapizan el malecón.

Las princesas de mediana edad que están en la tarima sentadas en sus sofás blancos siguen indignadas. Para remediar esto empiezan a mover sus alicaídos culitos y alicaídas tetitas para demostrar quién manda en la zona VIP. Anastacia, una ricura de mujer, me jala del brazo y me incita a bailar. Opongo débil resistencia y caigo rendido ante su belleza. Menea la cintura de manera frenética y al instante me abordan los pensamientos más oscuros y pecaminosos. Como estoy borracho (una justificación plausible) deslizo mi mano por su cintura y me siento el rey del mundo, muy a pesar de que mis pasos son de una torpeza digna de un bufón de quinta. No me importa. Froto mi cuerpo contra el de Anastacia y ella da un brinco hacia atrás.

Me ruborizo y ruego que haya sido mi celular lo que vibró dentro de mis pantalones. Meto mi mano al bolsillo y sacó mi celular.

-Perdona, tengo una llamada –digo y Anastacia me mira no muy convencida.

-Pues contesta –dice Anastasia al verme de pie, inmóvil, con cara de idiota.

Contesto y me tapo el oído para poder escuchar sobre una horrenda canción de Daddy Yankee.

-Ni creas que no te estoy viendo bailar con esa puta –me dice una voz furiosa.

Levanto la cabeza y trepada en un carro alegórico está Elisa, mirándome, celular en mano, disfrazada de puta.